martes, 15 de septiembre de 2009

Sobre la frivolidad.

El culto a la riqueza, a la belleza, a la juventud, a la moda y al éxito, la consideración del cuerpo en tanto objeto, la necesidad de un espacio que otorque al sujeto un cierto relieve dentro del ámbito en que desarrolla su vida, la supremacía de lo efímero, entre otros, son aspectos reveladores de un conjunto de ideas, sentimientos y valores que conforman la textura de la sociedad de nuestro tiempo. La frivolidad, que desprecia a menudo lo más profundo prefiriendo lo superficial; lo permanente, para poner en su sitio lo episódico y accidental; lo esencial, sustituyéndolo por lo intrascendente, nos envuelven, nos condiciona, nos domina.


Aunque el fenómeno es actualmente extraordinario, no es en sí algo nuevo: Emerson ya había dicho que las cosas se habían subido a la montura y cabalgaban sobre la humanidad.

Esta frivolidad, la superficialidad, la confusión valorativa que caracteriza a estos tiempos, invaden inexorablemente nuestras vidas. Las vidas de nuestros antepasados conocieron algo semejante aunque en diferente escala. Los caballeros de la orgullosa Gran Bretaña del novecientos, que asistían a lugares exclusivos donde bebían sus licores, fumaban sus habanos y platicaban sobre las novedades de la política, la bolsa y las finanzas, eran contemporéneos de millones que, desde uno al otro confín del gran imperio, producían precisamente para ellos los bienes que consumían.

La información que llegaba a las masas solía proveer a estas algún solaz, haciéndoles saber qué cosas hacían la reina o el rey y el elenco de seres que orbitaban en su trono. También les transmiía los éxitos y los comportamientos de los artistas de moda. Adicionalmente, la Corona celebraba de ordinarios ciertos actos que se realizaban para esparcimiento de las multitudes. Estas últimas se hallaban en gran medida narcotizadas, de modo parecido a lo que hoy mismo pasa con las masas en uno y otor lugar, por un cúmulo de elementos superficiales y frívolos que operaban como un distractor respecto a los reclamos e inquietudes que se incubaban entre los desposeídos de aquellos tiempos.

Estas cosas habían comenzado a ocurrir cuando los grandes empresarios capitalistas y algunos de sus asesores más conspicuos se dieron cuenta de que era posible ampliar las necesidades humanas y consecuentemente la demanda de los bienes necesarios para satisfacerlas, tanto como pudieran agrandarse los deseos de las personas.
La necesidad genera la demanda, la demanda origina la producción, ésta genera empleo, el trabajo del empleado es retribuido mediante el salario, el salario es gastado en la compra de bienes, esta compra es estimulada por las necesidades, las necesidades crecen....

El sistema económico no lo explica todo por sí mismo, pero nos ayuda a entender una gran parte de esta secuencia de sucesos. De otro tanto debe responsabilizarse a los prodigiosos avances técnicos y científicos, que ponen bienes diversos -la información entre ellos- antaño reservados a unos pocos, al alcance de millones de seres. Fueron esos avances los que precipitaron el proceso que nos ocupa, al volver masivamente deseables objetos que son valorados no tanto por lo que ellos intrínsecamente son, sino por lo que representan. Los seres humanos tienden a desear para ellos los bienes cuya posesion identifican el éxito, la fama, la atracción que pueden despertar en el sexo opuesto, etc.

La frivolidad imperante es una de las caras que conforman nuestra polifacética sociedad posmoderna, como la llamaría Lipovetsky. Cada una de esas caras se sostiene en otras y las apoya a su vez, lo que las vuelve muy difíciles de separar. Algunas son más bondadosas, o directamente mejores que otras. Por lo pronto, nuestra sociedad, frívola en gran medida, tiene la ventaja de ser más abierta y democrática de lo que, por regla general, había sido en tiempos pasados. Más gente tiene acceso a más información. Masas otrora relegadas a la ignorancia pueden acceder a bienes difícilmente cuantificables (salud, educación, entre otros) que le estuvieron vedados en otras épocas. Lo que pasa en el mundo, aún muy lejos de nuestra comarca, puede ser ahora mejor conocido, y ello enriquece a la persona, le abre los ojos y la ayuda a discernir y decidir mejor.

En el orden espiritual, la igualdad de derechos de todos los seres humanos sin excepción de clase alguna constituye un axioma que nadie discute. Aunque no se haya pasado de eso, e incluso aunque nos parezca que tal proclamación tiene algo de burla cuando se la contrasta con la realidad, esta unanimidad es, en términos históricos, un hecho nuevo. No por casualidad y afrodescendiente es hoy el presidente de la primera potencia mundia. Los avances de la democracia y de la justicia en muchas partes, si bien exasperantemente lentos, no dejan de constituir un logro allí donde se producen. Los progresos de la ciencia alargan la existencia humana, y por lo demás han salvado a millones de niños que, en otros tiempos, habrían muerto en sus primeros meses de vida.


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